Más que un cuento, este es una manera de acercarme a la estructura de este género literario.
Camino al sur
La noche hacía crecer la luz intermitente de un faro lejano, el muelle asemejaba un caminito de piedras de fuego y los barcos parecían quinqués en miniatura flotando sobre el océano. Era el puerto de Veracruz en los últimos días de Diciembre. A Leonidas se le había subido la tristeza hasta en la cara. Por la tarde contrató una pequeña canoa, se adentró un poco al mar y desde allí pudo mirar las parvadas de gaviotas jugueteando con las nubes en el cielo, las tortugas veteranas dando volteretas en el agua, el movimiento incesante de las olas, el reflejo del sol en las orillas de las playas, las líneas perfectas de los cocoteros, y lo que más lo entretuvo fue un grupo de peces cruzando el arrecife, como si de pronto, algún arcoiris fuera succionado por una boca de cielo. Todo eso lo hizo muy feliz, incluso estaba seguro de haber entendido el lenguaje de los delfines que estuvieron a punto de tirarle la canoa.
Cuando decidió salir del mar, ya era de noche. Y se encontró con familias enteras ocupando todavía las palapas sembradas en la arena y otras más que caminaban alegres por las calles. Desde que lo trajeron a Veracruz, cuando tenía siete años, nunca pudo dejar de extrañar los adornos de su casa a mediados de Diciembre.
Leonidas nació en el Sureste Mexicano, en algún lugar de Chiapas. Hijo único. Sus padres, Don José Valera y Doña Úrsula, eran dueños de una hacienda cafetalera, pero en los tiempos del presidente Cárdenas, sufrieron persecución y amenazas. Por eso decidieron escapar una madrugada de Septiembre. Más de cinco horas huyendo a caballo, entre el monte, hasta que encontraron el Puerto San Benito. Don José Valera sabía que si se embarcaban, terminarían su viaje en Guatemala o llegarían al Canal de Panamá. Decidió tomar el tren que iba a Veracruz para de allí salir a Europa. Desembarcaron en el Puerto, y unos días después, Don José Valera recibió una carta de otro hacendado quien le escribía que la tormenta había cesado y que podía regresar a rescatar algo de sus tierras, Doña Úrsula y el pequeño Leonidas se quedaron, Don José regresó a Chiapas. Leonidas perdió a su madre al año siguiente a causa de una pulmonía. Su padre mandaba dinero al principio, pero cuando supo de la muerte de su mujer, ya no envió ni cartas ni dinero. A sus ocho años, Leonidas comenzó a trabajar con una señora que vendía comidas. Aprendió a preparar un amplio menú de platillos de mariscos, desde las mojarras doradas en aceite de cacahuate, los caparazones de cangrejo rellenos de camarón, filete de ballenas azules, hasta los caracoles vivos inundados de limón y los tacos de cabeza de caballito de mar. Leonidas había adquirido fama por la extravagancia de sus recetas y pronto aquella pequeña fonda se convirtió en uno de los restaurantes más concurridos de la región.
Toda su juventud se la pasó Leonidas trabajando. Apenas si tuvo tiempo de enamorarse. A la mulata de raíces jamaiquinas que fue por un tiempo su novia, se la llevaron en un barco lleno de puros tripulante ingleses. Nunca supo más de ella. Tanto la quería, que estuvo a punto de viajar para trabajar como esclavo en las bananeras de las Antillas. Pero no lo dejó ni su inteligencia, ni los consejos de la dueña del restaurante a quien reconoció como su segunda madre. A sus veinticuatro años estaba convencido que el amor era un invento más de la poesía.
Ahora, a Leonidas lo inundaba una profunda tristeza, hacía tres días que había llevado a enterrar a su madre adoptiva, aquella buena mujer que le enseñó a ganarse la vida. Sus ojos melancólicos sólo miraban sucesivas imágenes históricas. La soledad, dentro de él, era comparable a un anochecer que poco a poco lo iba cubriendo con sus ondas oscuras. Momentos antes de declararse vencido por el sueño, alguien vino corriendo y se paró frente a él. Su amigo Eneas le trajo una carta. Su padre había muerto.
Si antes había comparado su tristeza con la oscuridad, en ese momento sintió como si la noche de un segundo cielo abrumara su alma.
No se detuvo a pensar en el olvido en que lo tuvo su padre. Corrió desesperado a su casa para juntar los ahorros guardados debajo del colchón, en el interior de los jarros, detrás de los retratos y unas monedas más que había enterrado bajo un árbol de tamarindos. El tren salía hasta la mañana siguiente. A Leonidas no le quedó más que esperar. Aprovechó para encargarle el restaurante a su amigo Eneas y cuando se quiso dormir, sintió que un llanto le apretujaba la garganta. Lloraba lágrimas de aire.
A las cuatro salió el primer tren, una ligera lluvia opacaba la mañana. Habría que recorrer las vías durante una semana para llegar al antiguo Puerto San Benito, pero Leonidas vivía hasta Zacualpa, así que tenía que sumarle otras cinco horas que se hacían los caballos a todo galope.
Leonidas no viajaba desde hacía más de veinte años cuando su padre, Don José Valera, lo trajo con su madre a Veracruz. A través de la ventana miraba sorprendido el movimiento de los árboles de primavera, el contraste de las flores con el verde espeso de la selva, los cauces de los ríos de aguas azules y la caída piramidal de las cascadas, los troncos podridos poblados de lianas, las vacas parchadas y los borregos brincando de un lado a otro por el campo.
Hacia el Sur, era el camino que reencontraba a Leonidas con su pasado, con la ola de recuerdos que a veces no lo dejaba dormir.
Cuando faltaba un día de recorrido para llegar a su destino final, el tren se detuvo. El piloto dijo que las vías estaban muy peligrosas y la máquina había sufrido algunos desperfectos y se bajó del tren. Mientras la gente se miraba como para darse alguna explicación y otros se bajaban para curiosear, un grupo de personas enmascaradas y con grandes pistolas se subieron al tren, amenazando a la gente para quitarles sus pertenencias y matando si lástima a quienes se resistían. En un primer momento los pasajeros, en su mayoría mujeres, comenzaron a gritar y todo el ambiente se colmó de pánico, fue ahí cuando algunos aprovecharon para escapar. Leonidas huyó de aquella escena. Uno de los asaltantes lo miró escabullirse entre el monte y lo siguió, ya era tarde, el cielo estaba nublado y los caminos musgosos hacían peligrosa la huída. El hombre del pasamontañas conocía perfectamente las veredas, miraba los pasos que Leonidas dejaba sobre la hierba y hasta distinguía su respiración del resto del aire. Lo persiguió hasta entrada la noche, cuando lo tenía a poca distancia, le disparó dos veces, oyó los gemidos de aquel hombre y al aproximarse, se dio cuenta que unos campesinos se acercaban, entonces decidió dejarlo creyendo que estaba muerto.
Leonidas despertó en una casa humilde de indígenas en un lugar llamado Tacaná. El disparo de aquel hombre apenas le rozó la pierna derecha. Le pusieron hojas de árnica sobre la herida y se sintió mejor. Le ofrecieron café y tortillas hechas a mano. Era la noche última del año. Y en vez de ponerse triste por no llegar a tiempo a su destino, se sintió contento por salir con vida del asalto sufrido en el tren, no llevaba dinero, pero en su corazón experimentaba una emoción intensa. Nunca se imaginó esperar así el año nuevo, sentado en una piedra grande y mirando el paisaje hasta recibir las primeras luces del alba.
Leonidas llegó a Zacualpa porque los peones de su difunto padre supieron que se encontraba en Tacaná.
La gente del pueblo lo recibió con cierto temor. En cuanto llegó, el mejor amigo de su padre, el cura Nicolás, le contó durante varias horas los más importantes acontecimientos que sucedieron en los veinte años que estuvo ausente. Le dijo del cambio tan drástico en el comportamiento de don José Valera desde que supo de la muerte de su esposa, Doña Úrsula. Y explicó:
“Siempre decía que el culpable de que Úrsula muriera fuiste tú, que no la cuidaste ni le diste aviso cuando se enfermó, sino que sólo le mandaste decir que ya se había muerto. Eso a él nunca le pareció. Desde la tarde de ese mismo día empezó a negarte como su hijo y a beber como nunca lo había hecho. Y luego se portaba muy mal con sus trabajadores, había semanas que no les pagaba. Y a tener mujeres que traía de no sé donde. Todos se la traían contra él, hasta sus propios peones que se convertían en bandidos, entraban a su casa para matarlo aunque nunca lo encontraron. Pero llegó el día. Nadie lo pensó de esa manera, pero así pasó. Cuando iba para su parcela, su caballo resbaló en la vereda y él cayó al barranco, sobre las piedras. Vivió tres días. Yo vine para que no sufriera tanto en su caminar hacia la otra vida. Todos sabían que se iba a morir. El odio de la gente se convirtió pronto en lástima. Aquel señor de la voz fuerte tenía los ojos llenos de ternura, lloraba cuando hablaba conmigo. Parecía un animalito que no quería morir. El último día que vivió, cuando lo vi por la mañana, me llamó y dijo que sólo faltaba que tú lo perdonaras, sacó unos papeles y me dio la dirección del lugar donde te dejó, estaba seguro que te encontraría. Me dejó su testamento, dijo que todo lo que tenía era tuyo, que hicieras lo que quisieras con eso. Le prometí que te lo diría apenas hubieras puesto un pié en Zacualpa. Sabrás tú que hacer ahora con lo que te dejó, yo ya he cumplido mi promesa”.
A diferencia de Don José Valera que se convirtió en un patrón explotador de sus trabajadores, mujeriego y borracho , Leonidas fue un hombre justo con la gente del pueblo, regaló buena parte de sus tierras a los viejos que le dijeron haber trabajado tanto y todo lo que aprendió de sus ratos de lectura lo aplicó a las tareas diarias. Enseñó a leer a los niños en una escuela que fundó con el dinero de su herencia, les explicó a los campesinos la mejor manera de sembrar sus hortalizas, de sanar sus plantas y mejoró con nuevas máquinas los beneficios de café que le dejó su padre.
Leonidas volvió a creer en el amor. Se casó y tuvo cinco hijos.
2 comentarios:
Hola...
Saludos, me gusto tu escrito... transporta, invita a imaginar...
Tiene olor a café y mar y sabor a nostalgía...
Siempre... Maggo
hola, gracias por tu comentario, y en verdad tu texto es muy bueno.
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